Si has llegado a esta página, es porque te interesa comprender más sobre esta tradicional oración mariana. Te invitamos, peregrina, peregrino que concurres al santuario de san Expedito en la parroquia de la Santa Cruz Ñuñoa (Santiago de Chile), a conocer esta sencilla catequesis para profundizar de qué se trata la oración del Avemaría.
Recémosla juntos:
¡Dios te salve, María!
Llena eres de gracia.
El Señor es contigo.
Bendita eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre: Jesús.
Santa María, madre de Dios,
ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora
de nuestra muerte. Amén.
En los innumerables himnos y antífonas que expresan esta oración, se alternan habitualmente dos movimientos: uno “engrandece” al Señor por las “maravillas” que ha hecho en su humilde esclava, y por medio de ella, en todos los seres humanos; el segundo confía a la Madre de Jesús las súplicas y alabanzas de los hijos de Dios, ya que ella conoce ahora la humanidad desposada por el Hijo de Dios.
Este doble movimiento de la oración a María ha encontrado una expresión privilegiada en la oración del Avemaría:
“Dios te salve, María” quiere decir: Alégrate, María. La salutación o saludo del ángel Gabriel abre la oración del Avemaría. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava y a alegrarnos con el gozo que Dios encuentra en ella.
“Llena eres de gracia, el Señor es contigo”: Las dos palabras del saludo del ángel se aclaran mutuamente. María es llena de gracia porque el Señor está con ella. La gracia de la que está colmada es la presencia de Dios, fuente de toda gracia.
La oración evoca a los profetas Sofonías, Malaquías y Zacarías que proclaman el gozo mesiánico de Jerusalén, la hija de Sión: “Alégrate […] Hija de Jerusalén […] el Señor está en medio de ti”. María, en quien va a habitar el Señor, es en persona la hija de Sión, el Arca de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del Señor: ella es “la morada de Dios entre los hombres”. “Llena de gracia”, se ha dado toda al que viene a habitar en ella y al que entregará al mundo.
“Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Después del saludo del ángel, hacemos nuestro el de su prima Isabel. “Llena del Espíritu Santo”, Isabel es la primera en la larga serie de las generaciones que llaman bienaventurada a María.
“Bienaventurada la que ha creído… ”: María es “bendita entre todas las mujeres” porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor. Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para todas las “naciones de la tierra”. Por su fe, María vino a ser la madre de los creyentes, gracias a quien todas las naciones de la tierra reciben a Aquél que es la bendición misma de Dios: Jesús, el fruto bendito de su vientre.
“Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros… ” Con Isabel, nos maravillamos y decimos: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?”. Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora por nosotros como oró por sí misma: “Hágase en mí según tu palabra”. Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad”.
“Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.
Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la “Madre de la Misericordia”, a la Toda Santa. Nos ponemos en sus manos “ahora”, en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, “la hora de nuestra muerte”. Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo, y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso.
María es la orante perfecta, figura de la Iglesia. Cuando le rezamos, nos adherimos con ella al designio del Padre, que envía a su Hijo para salvar a todos los hombres y mujeres.
Como lo hizo el apóstol Juan al acompañar a María desde la agonía del maestro Jesús, nosotros acogemos en nuestra intimidad a la Madre de Jesús, que se ha convertido en la Madre de todos los vivientes.
Podemos orar con ella y orarle a ella. La oración de la Iglesia está como apoyada en la oración de María. Y con ella está unida en la esperanza. Recemos juntos:
¡Dios te salve, María!
Llena eres de gracia.
El Señor es contigo.
Bendita eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre: Jesús.
Santa María, madre de Dios,
ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora
de nuestra muerte. Amén.
(Tomado del Catecismo de la Iglesia Católica, núms. 2673-2679)
