Cada Domingo en la eucaristía proclamamos nuestra fe en el Credo, también llamado Símbolo de los Apóstoles. En esta meditación profundizaremos lo que profesamos en esta oración.
La fe es una adhesión personal del ser humano a Dios que se revela. La fe es un don sobrenatural de Dios: para creer, necesitamos la ayuda del Espíritu Santo. «Creer» es un acto humano, consciente y libre. «Creer» también es un acto eclesial porque la fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe personal.
El Credo tiene una dimensión trinitaria, por eso cada una de sus tres partes profesan nuestra fe en cada una de las personas de la Trinidad.
En la primera parte decimos:
Creo en Dios,
Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra.
El Dios de nuestra fe se ha revelado como Él que es; se ha dado a conocer como «rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Su Ser mismo es Verdad y Amor.
En el misterio de la Santísima Trinidad Dios se nos revela como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por la gracia del bautismo en el nombre de la Trinidad somos llamados a participar en su vida trinitaria.
La Iglesia dirige con frecuencia su oración a Dios Padre todopoderoso y eterno, creyendo firmemente que nada es imposible para Dios. Dios manifiesta su omnipotencia en su misericordia, perdonando nuestros pecados y restableciéndonos en su amistad por la gracia.
Dios creó el mundo para manifestar y comunicar su gloria. Esa gloria consiste en que tengamos parte en su verdad, su bondad y su belleza. El ser humano, y toda la creación a través de él, está destinado a la gloria de Dios.
En la segunda parte decimos:
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,
nació de Santa María Virgen,
padeció bajo el poder de Poncio Pilato
fue crucificado, muerto y sepultado,
descendió a los infiernos,
al tercer día resucitó de entre los muertos,
subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
El nombre de Jesús significa «Dios salva». El nombre de Cristo significa «Ungido», «Mesías». Jesús es el Cristo porque Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder. Jesús es Hijo de Dios: es el Hijo único del Padre y Él mismo es verdadero Dios y verdadero Hombre en la unidad de su Persona divina.
Dios eligió a la Virgen María para ser la madre de su Hijo. Ella, llena de gracia, desde su concepción permaneció pura durante toda su vida. María es «madre de Dios» porque es la madre del Hijo de Dios que es Dios mismo.
Cristo inauguró en la tierra el Reino de los cielos, cuyo germen y comienzo es la Iglesia. Jesús subió voluntariamente a Jerusalén donde fue juzgado como un blasfemo y murió por nuestros pecados. Jesús se ofreció libremente por nuestra salvación. La redención de Cristo consiste en que Él amó a los suyos hasta el extremo y vino a dar su vida como rescate por muchos. Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios hecho hombre que murió y fue sepultado.
Jesús descendió a los infiernos, es decir, murió realmente y, por su muerte ha vencido a la muerte y al señor de la muerte. Cristo muerto, en su alma unida a su persona divina, descendió a la morada de los muertos. Abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido.
La resurrección de Jesús es un acontecimiento históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y a la vez un hecho misteriosamente trascendente por ser la entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios. Cristo, el primogénito de entre los muertos, es el principio de nuestra propia resurrección.
En su ascensión al cielo, Jesucristo nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente. El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo glorioso vendrá a juzgar a vivos y muertos, y retribuirá a cada ser humano según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia.
Y en la tercera parte decimos:
Creo en el Espíritu Santo,
la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,
la resurrección de la carne
y la vida eterna.
Es el Espíritu Santo lo que sustenta a la Iglesia, la santidad, la misericordia, la resurrección y la vida eterna. No decimos que creemos «en la santa Iglesia», ni «en el perdón de los pecados». En quien creemos es en el Espíritu que sustenta la Iglesia.
Cuando Dios envía a su Hijo, envía siempre a su Espíritu: la misión de ambos es conjunta e inseparable. El Espíritu Santo que Cristo derrama sobre sus miembros, construye, anima y santifica a la Iglesia. Ella es el sacramento de la comunión de la Santísima Trinidad con los seres humanos. La palabra «Iglesia» significa «convocación».
La Iglesia es sacramento de la salvación, signo e instrumento de la comunión con Dios y entre los seres humanos. La Iglesia es el Pueblo de Dios, en el cual se entra por la fe y el Bautismo. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, por el Espíritu y su acción en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía.
En la unidad de este cuerpo hay diversidad de miembros con distintas funciones, todos ellos unidos unos a otros, particularmente a los que sufren, a los pobres y perseguidos. La Iglesia vive de Cristo, en Él y por Él; Cristo vive con ella y en ella. La Iglesia es el Templo del Espíritu Santo.
La Iglesia es una: tiene un solo Señor; confiesa una sola fe, nace de un solo Bautismo, forma un solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu, dirigido a una única esperanza. La Iglesia es santa: Dios santísimo es su autor; Cristo, su Esposo, se entregó por ella para santificarla; el Espíritu de santidad la vivifica. La Iglesia es inmaculada aunque está compuesta por personas pecadoras. La Iglesia es católica, es decir, universal. Anuncia la totalidad de la fe; se dirige a todos los seres humanos; abarca todos los tiempos; por su propia naturaleza es misionera. La Iglesia es apostólica: está edificada sobre los doce Apóstoles del Cordero; Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás Apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y los obispos.
Si bien en la Iglesia hay ministros ordenados, denominados clérigos (obispos, sacerdotes y diáconos), los fieles laicos y laicas participan en el sacerdocio de Cristo a través de todas las dimensiones de la vida personal, familiar, social y eclesial, y realizan así el llamado a la santidad dirigido a todos los bautizados. Gracias a su misión profética, los laicos están llamados a ser testigos de Cristo en todas las cosas y al interior de la sociedad humana.
La Iglesia es «comunión de los santos», es decir, de todos los cristianos: los que peregrinan en la tierra, los que se purifican después de muertos y los que gozan de la bienaventuranza celestial. Todos se unen en una sola Iglesia.
Cristo resucitado confió a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados cuando les dio el Espíritu Santo. El Bautismo es el primero y principal sacramento para el perdón de los pecados: nos une a Cristo muerto y resucitado y nos da el Espíritu Santo. Por voluntad de Cristo, la Iglesia perdona los pecados de los bautizados en el sacramento de la penitencia por medio de los obispos y de los presbíteros.
Creemos en Dios que es el creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, que es perfección de su creación y redención. Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día.
Existe la triste y lamentable realidad de la muerte eterna, llamada también «infierno». La pena principal del infierno consiste en la separación para siempre de Dios. Si bien nadie puede salvarse a sí mismo, Dios quiere que todos los seres humanos se salven y para Él todo es posible.
Al fin de los tiempos, el Reino de Dios llegará a su plenitud: los justos reinarán con Cristo para siempre, glorificados en cuerpo y alma, y el universo será transformado. Dios será entonces todo en todos en la vida eterna.
Al finalizar el Credo decimos:
“AMÉN”
El Credo, como el Apocalipsis, último libro de la Sagrada Escritura, se termina con la palabra Amén. Igualmente, la Iglesia concluye sus oraciones con un Amén. En hebreo, Amén tiene la misma raíz que la palabra «creer». Esta raíz expresa la solidez, la fiabilidad, la fidelidad. El «Amén» expresa tanto la fidelidad de Dios hacia nosotros como nuestra confianza en Él.
El «Amén» final del Credo recoge y confirma su primera palabra: «Creo». Creer es decir «Amén» a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de Él, que es el Amén de amor infinito y de perfecta fidelidad. La vida cristiana de cada día será también el «Amén» al «Creo» de la Profesión de fe de nuestro Bautismo.
Jesucristo mismo es el “Amén». Es el «Amén» definitivo del amor del Padre hacia nosotros; asume y completa nuestro «Amén» al Padre: Todas las promesas hechas por Dios han tenido su «sí» en él; y por eso decimos por él «Amén» a la gloria de Dios. Como dice el sacerdote en la Doxología después de la Plegaria eucaristía:
«Por Cristo, con Él y en Él,
a Ti, Dios Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria,
por los siglos de los siglos»
A lo que todos respondemos: «AMÉN»
El Señor nos ha elegido en su pueblo. Hoy hemos repasado nuestra profesión de fe. Con una mayor conciencia del misterio de amor y de gracia en que creemos, sintámonos portadores de ese amor y gracia cada vez que recemos el Credo en la eucaristía.
(Tomado del Catecismo de la Iglesia Católica, cap. III, núms. 142 al 1065)
