Nuestro párroco, pbro. Juan Francisco Pinilla, nos comparte su homilía para este V Domingo de Cuaresma.
En el Templo, escribas y fariseos le tienden una trampa a Jesús. Le presentan un caso judicial de gravedad: una mujer sorprendida en adulterio. ¿Y dónde quedó el amante?, nos podemos preguntar. La mujer ya ha sido juzgada por la Ley de Moisés. Pero Israel está bajo la ley del imperio romano. Le piden a Jesús su parecer. Responder si se está o no de acuerdo a ese juicio obligaba a consentir el juicio israelita contra la ley romana, o rechazarla y hacerse transgresor de la ley de Moisés.
Dos veces el Señor se inclina. La primera hace un silencio, una pausa en el fragor de la acusación. Se incorpora y asiente a la justicia completa: el que esté libre de pecado que lance la primera piedra. Y se vuelve a inclinar, como para quedar a la altura de aquella mujer sufriente. De nuevo se incorpora y se dirige a la mujer, tal vez también ella se ha puesto de pie. Y le pregunta sobre lo que pasa. No la juzgó. La animó.
¿Y si esa mujer anónima fuera nuestra sociedad? Y los jueces nosotros. A diario vemos y juzgamos tantos pecados. Pero donde nosotros vemos culpas, Dios ve miserias. Con una pausa nos invita a la compasión, al «amor que abraza el dolor». Todos somos hermanos misericordiados que ofrecen su corazón para animar en el bien. Ni impecables ni jueces, solo hermanos.
Evangelio (Juan 8, 1-11)
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y Tú, ¿qué dices?” Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: “Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”. E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.
Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?” Ella le respondió: “Nadie, Señor” . “Yo tampoco te condeno -le dijo Jesús-. Vete, no peques más en adelante”.