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El signo de la Cruz

Meditación de Romano Guardini (sacerdote, teólogo y escritor alemán, 1885-1968)

¿Haces el signo de la Cruz? Hazlo bien.

No un gesto estropeado, precipitado, que carezca de sentido. ¡No! Un signo de la cruz, un verdadero «signo», lento, amplio, desde la frente al pecho, desde un hombro a otro.

¿No sientes cómo este gesto te envuelve todo entero, cómo en cierto sentido te abraza?

Recógete: concentra en ese signo todos tus pensamientos y todo tu corazón. Mira como sus dos líneas recorren todo tu ser: de la frente al pecho, de un brazo al otro. Lo sentirás como un abrazo; te estrecha así; te consagra y te santifica todo entero: cuerpo y alma.

¿Por qué? Porque es el signo del TODO, el signo de la Redención.

Sobre la Cruz Jesús salvó a la humanidad entera; por ella santifica a todo el hombre, de raíz, hasta la última fibra de su ser. Por eso lo hacemos al comenzar nuestra oración, a fin de que, acallados los ruidos, ponga en orden nuestro mundo interior, unifique y concentre en Dios todo nuestro ser: nuestro pensamiento, nuestro corazón, nuestra voluntad. Después de la oración a fin de que permanezca en nosotros lo que Dios nos ha regalado.

En la tentación; para que nos fortalezca.

En el peligro, para que nos proteja.

Al bendecir, para que la plenitud de la vida divina penetre en el alma, fecunde y consagre todas sus potencias.

Piensa en ello cada vez que haces el signo de la Cruz. Entre los símbolos sagrados ninguno tan santo como éste. Hazlo bien, lento; amplio, con atención.

Entonces sí, este signo impregnará con su eficacia todo tu ser: tu interior, tu exterior, tus pensamientos y tus deseos, tu corazón y tus sentidos, todo; lo fortificará, lo signará, lo santificará por la fuerza de Cristo, en el nombre de Dios en Tres Personas.