La siguiente es la homilía de nuestro párroco, pbro. Juan Francisco Pinilla, para este Domingo XIII del tiempo litúrgico común.
El evangelio de este Domingo nos presenta dos encuentros con el Señor motivados por la enfermedad. Un papá que ruega por su hija moribunda y una mujer que pone toda su confianza en el Maestro para ser sanada. Situaciones reales que también hoy vivimos frecuentemente en nuestro santuario parroquial.
Los relatos se entrelazan. Y en común tienen la fuerza de la fe. A Jairo el Señor le dice: ten fe; a la mujer: tu fe te salvado.
En ambos casos es la vida de aquellas personas lo que está en juego. Y aparece la fe como la fuerza que restablece la vida. Para nosotros también. No nos quedemos en los hechos prodigiosos, en el asombro ante el milagro, sino que tratemos de descubrir de qué manera confiar en el Señor siempre mejora la vida; cómo la fe nos hace más humanos y cómo actúa como antídoto ante aquellas cosas y situaciones que nos llevan a la muerte. Creer es confiar en el Señor. No temer y poner la vida en manos del Señor de la vida.
Evangelio (Marcos 5, 21-43)
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y Él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: “Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se sane y viva”. Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: “Con sólo tocar su manto quedaré sanada”. Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba sanada de su mal.
Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de Él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: “¿Quién tocó mi manto?”
Sus discípulos le dijeron: “¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?” Pero Él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.
Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad.
Jesús le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda sanada de tu enfermedad”.
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: “Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?” Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: “No temas, basta que creas”. Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.
Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: “¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme”. Y se burlaban de Él.
Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con Él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: “Talitá kum”, que significa: “¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!” En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y Él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña.